Los alimentos más placenteros pueden modular nuestra ingesta, ya sea en condiciones de hambre o de saciedad. Saborear alimentos apetitosos puede darnos una enorme satisfacción. Es aquí donde entran en juego los alimentos con muchas calorías, o los alimentos salados.
Los animales, según reflejaron Clifford B. Saper y colaboradores en la revista Neuronen octubre de 2002, tendemos a consumir sustancias dulces y saladas más allá de la necesidad de reposición de energía, mientras que evitamos las sustancias muy agrias o amargas, un comportamiento que incluso se produce entre animales privados de comida. Estas elecciones se justifican mediante una explicación adaptativa: los sabores amargos se asocian a menudo con alcaloides tóxicos, mientras que la acidez de muchas sustancias ácidas puede indicar deterioro o inmadurez del alimento.
Los sabores dulces, grasientos o salados, en contra, nos indican que los alimentos que los contienen
nos aportarán nutrientes importantes para la supervivencia. La densidad energética hace referencia a la cantidad de energía disponible en un alimento o bebida, por unidad de peso. De este modo, como el apio crudo aporta pocas kilocalorías por unidad de peso (0,11 kcal/gramo), tendrá menos densidad energética que el chocolate (5,19 kcal/gramo). ¿Por qué somos tan proclives a sobre ingerir alimentos con alta densidad energética? Su consumo genera, sin duda, efectos gratificantes y nuestro cerebro nos envía mensajes para que sigamos consumiéndolos, en ocasiones por encima de nuestro apetito.
Tal como detalló en enero de 2010 la doctora Stephanie Fulton, del Departamento de Nutrición de la Universidad de Montreal, nuestra tendencia innata a seleccionar alimentos ricos en grasa y azúcar (es decir, con una alta densidad energética) se explica gracias a mecanismos de adaptación que nos permitieron sobrevivir en condiciones de escasez de alimentos (es lo que ha vivido el hombre a lo largo de su historia). Así, la actual abundancia y accesibilidad de esta clase de alimentos en muchas partes del mundo, incluida España, promueve su excesiva ingesta, lo que se traduce en consumo exagerado de calorías y el consiguiente aumento de peso. Para la doctora Fulton, "los procesos neuronales que regulan la motivación de comer pueden anular las señales de saciedad".
En dichos procesos influyen los alimentos ricos en azúcar y grasa, ya que pueden generar respuestas neuronales que fortalezcan el futuro comportamiento dirigido hacia estos alimentos a la vez que debilitan las señales cerebrales que nos invitan a dejar de comer un alimento concreto. Ello se convierte en una bomba de relojería si rodeamos a nuestro cerebro de señales que nos invitan a comer y nos recuerdan cómo, dónde y cuándo podemos hacerlo, como sucede en la actualidad. A lo antes descrito debemos sumar, por último, que existen motivaciones que van más allá, ya que algunas nos dirigen a los alimentos insanos con argumentos como los siguientes: "para olvidar mis preocupaciones", "porque me ayuda a superar la depresión" o "para olvidar mis problemas"; conductas que requerirán un control psicológico.
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